04 - Viaje al Sur - Distrito de los Artesanos
Hierro y humo
Llegamos al distrito de los herreros, o de los artesanos, según a quién se le pregunte. El aire está lleno de hollín y de un olor bastante particular del metal cuando se templa. Las calles son de barro, y a cada paso se nos pega a las botas como si la ciudad quisiera que la gente se hunda con ella. Dicen que este es el barrio más importante del sur y que de acá sale el acero que mantiene a los nobles en guerra. La verdad que a mí me parece más bien un taller al aire libre donde durante su turno todos fingen que el humo y el ruido son sinónimo de progreso.
Pasamos la noche en la Posada de los Herreros, donde el querido posadero Arnaldo nos alquiló un piso entero por siete monedas de oro después de mucho regateo. Con Adler nos encargamos de hablar, y el tipo se ablandó lo suficiente para darnos no solo las habitaciones, sino también un contacto para el día siguiente: un tal Hugo, el capataz del taller. El lugar no tiene mucha personalidad, salvo por el ruido de los martillos que nunca deja de golpear afuera. Todos aprovechamos para limpiarnos y acomodarnos, yo particularmente aproveché para contar monedas. Tenía bastante cansancio acumulado y la noche olía a sopa pobre y carbón húmedo.
A la mañana siguiente fuimos al taller. Hugo resultó ser un tipo flaco y fibroso, con la piel bronceada por el calor del metal fundido y mirada de perro cansado. Nos habló de Valverde del Río y de la batalla perdida contra los del norte. Según él, los mercenarios del sur volvieron derrotados y sin paga. Delerion, creo, se inventó una historia sobre que veníamos de esa guerra, que algunos de nosotros habíamos quedado “confundidos” para introducir a los zombies que tiene como ayudantes. No sé cómo, pero lo convenció. Hugo terminó creyendo o haciendo de cuenta que nos creía que éramos unos veteranos trastornados y prometió ayudarnos cuando amaneciera. A veces la verdad no es una carta necesaria cuando uno tiene la lengua afilada y aspecto intimidante.
Fuimos hasta el taller y una araña invocada por el mago encontró un depósito oculto con piedras azules que brillaban como las del templo. No me gusta tanto cuando las historias se repiten, menos cuando hay gemas malditas de por medio. En este lugar todo parece estar conectado por hilos invisibles.
Arnaldo también nos habló del barrio de los nobles, un lugar cerrado al que solo se puede entrar con permiso o con suerte. Dicen que nuestro contacto, Petro, podría ayudarnos a pasar, pero por ahora solo tenemos rumores. Parece que el gremio de los herreros se reúne en su casa al oeste, donde organizan una especie de comedor comunitario en planta baja mientras los gremialistas "arreglan la ciudad" tomando café en la planta alta. Al este, la Plaza Seca reúne a unos mercenarios que no tienen gremio ni dios.
El Cuenco de Carbón
En la parte este del barrio ya nadie parece forjar nada, solo toman, se pelean y relatan batallas que no ganaron. En la Plaza Seca evidentemente se junta lo peor del distrito y lo que sobró de los ejércitos. El aire acá huele a alquitrán, a cerveza tibia y a trapo viejo. Los locales toman algo que le dicen “fuego negro”, un brebaje espeso que parece que los limpia por dentro y aunque los corroe por fuera, los anestesia de la realidad miserable en la que viven. Obviamente quise probarlo, tal vez me estaba perdiendo de una experiencia maravillosa, aunque lo dudaba. Noté que el tiefling no bebía realmente, aceptaba la jarra por compromiso para no negar la bebida de sus compañeros.
Entre el ruido de los mercenarios apareció Borgar Tempestus, el semiorco que nos sigue a todos lados. Traía a un mediano inconsciente colgando del hombro, como si fuera una bolsa de harina. Lo tiró al suelo frente al tiefling, que apenas levantó la vista. La escena duró poco, pero dejó la plaza en silencio. Cuando todos discutían qué hacer con el mediano, aproveché para revisar sus bolsillos. Dicen que los dioses no bendicen a los que pierden la conciencia en público.
Después del incidente, decidimos movernos al Cuenco de Carbón, una taberna con olor a grasa y madera chamuscada. Es el tipo de lugar donde los mercenarios van a vender servicios o a perder el tiempo. El posadero Arnaldo tenía razón, el gremio de los herreros domina cada mesa. Varka negoció algo con el encargado del lugar, Adler creo que hizo algo con un vaso de agua y Delerion habló demasiado. Yo me quedé en un rincón, observando y tratando de pasar desapercibido.
El ambiente estaba movido y tenso. Se rumorea que los nobles planean mover tropas hacia el norte, y que pronto van a empezar con los reclutamientos. A los herreros les viene bien una guerra cada tanto, la guardia local no demanda tantas armas. Otro detalle inquietante es que los mendigos ya no se ven. Algunos dicen que los llevaron para trabajar en los hornos o que simplemente huyeron para que no los agarre la conscripción. Parece que lo más afilado en el barrio es el miedo.
Vi a un bardo que afinaba su laúd en una esquina. No tocó ni una nota, solo miraba y afinaba el instrumento. Dicen que los músicos buenos saben cuándo callar.
Varka servía cerveza cerca del fuego, y fue entonces cuando apareció el famoso pichón: un noble con más anillos y energía que experiencia. Quiso impresionarnos hablando de invisibilidad y de grandes planes que tenía para un futuro brillante. Delerion empezó a explicarle cómo todos podríamos desaparecer, siempre que estuviera dispuesto a pagar por sus incontables clases de magia y lanzamiento de conjuros. Algo resonó dentro mío cuando pronunciaron varias veces la palabra "invisible", así que salí de las sombras y le tomé la mano al joven noble, sin mirarlo. No era momento de mostrar o vender lo que el joven pichón no debía, era momento de enfocar el entusiasmo. En ese momento el noble sintió mi fría mano de reptil y sonrió nerviosamente. Yo con este gesto esperaba que entendiera que, para aprender ciertas habilidades, primero hay que reconocer las propias carencias y las opciones disponibles para no morir en el intento. Si no entendió el mensaje, al menos me divertí haciéndolo sentir incómodo unos segundos.
El resto de la noche fue una sucesión de nombres y rumores: cartas del capitán Haytor Menta que iba a volver a Puente Alto, esta tal Elisa Belmonte que estaba comprometida con el lord que juega con los muertos, el gremio que se prepara para la guerra y un largo etcétera. Mientras tanto, sigo anotando.
Fuego en el Cuenco de Carbón
Si hay algo que aprendí en mis viajes es que el silencio no suele presagiar algo bueno. Y menos aún cuando aparece alguien demasiado tranquilo para el lugar. Petro (o el que todos creían que era Petro) entró a la taberna del Cuenco de Carbón con la seguridad de quien ya sabe que va a arruinarle la noche al resto. Agarró al pobre pichón del cuello y amenazó con romperlo como si fuera una alcancía. En un intento de ganar tiempo, Varka hizo un papel bastante convincente de moza asustada. Delerion desapareció heroicamente. Y yo me dediqué a observar a dónde quedaban las salidas.
El primer héroe en romper el fino equilibrio que nos mantenía con vida fue un guardia que decidió disparar una ballesta. Le dio a Petro sin matar al rehén, lo que en este tipo de lugares equivale a una especie de “éxito parcial con consecuencias indeseadas”. Después el bardo, el mismo que llevaba toda la noche afinando su instrumento sin tocar una nota. Resultó que estaba esperando su momento de gloria: una melodía de tres acordes que hizo crecer a un tipo del tamaño de una carreta. Hasta ahí, nada fuera de lo habitual.
El resto fue una coreografía de malas decisiones y hechizos aleatorios. Adler rezaba, Varka se cubrió de escarcha, Delerion estaba invisible (una sana costumbre poco solidaria), y yo decidí poner mi fe en la ley de la gravedad: disparé, como pude, al soporte de la araña del techo. Cayó justo a tiempo para asustar a todos y matar a nadie, que ya es bastante logro para una noche así de movida. Entonces el mago enemigo (siempre hay un mago enemigo) decidió cubrir todo con oscuridad. Ahí fue cuando Delerion, con su impecable sentido de la proporción, respondió incendiando el techo.
El fuego creció rápido. La grasa de la cocina y el hollín pegado en la madera vieja constituyen un potente combustible. El mago enemigo lanzó una bola de fuego, y el Cuenco de Carbón hizo honor a su nombre. El aire se volvió más espeso, ahora lleno de ceniza y olor a trapo quemado. En un ataque de lucidez o por pura suerte, Varka amenazó con invocar algo peor que el fuego. El mago enemigo, creo que era Heladio De Menta (pariente de Haytor Menta) que evidentemente tenía más instinto de supervivencia, levantó las manos, pronunció unas palabras y huyó con los suyos. El pichón también desapareció con ellos.
Cuando entraron los guardias ya solamente podían apagar cenizas y nosotros necesitábamos parecer inocentes. Ayudamos a apagar las llamas y me llevé algunas pertenencias de valor del noble que estaba en el piso, creo que era el tío del pichón. En el frenesí de extinción flamígera, alguien cruzó unas palabras con Adler y los guardias lo capturaron (no a Adler sino al otro). No sé si vamos a poder volver a la taberna. Ojalá que sí, que vean que el incendio les sirvió para hacer limpieza.
Unos minutos más tarde, en la Plaza Seca estaba Zephyr. No se lo veía muy preocupado por el fuego, sino que estaba bastante enojado porque le habían frustrado un potencial negocio. "Justo" se iba a poner a trabajar si no fuera que un grupo de inadaptados incendió la taberna. Como sea, nos dijo que podía ayudarnos a falsificar documentos para darnos acceso a la ciudad alta y que, como alternativa, podíamos usar un pasadizo que usan los contrabandistas. Sonaba demasiado simple, lo cual en este mundo significa que es peligroso, como cuando ofrecen una salida subterránea después de quemar un bar, pero dadas las circunstancias no es momento de ponerse exigente.
TBC