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04 - Viaje al Sur - Distrito de los Artesanos

October 2025

Hierro y humo

Llegamos al distrito de los herreros (o de los artesanos). El aire está lleno de hollín y de un olor bastante particular, del metal, supongo, cuando se templa. Las calles son de barro, blando como si la ciudad quisiera que la gente se hunda con ella. La gente del barrio dice que este es el barrio más importante del sur y que de acá sale el acero que mantiene a los nobles en guerra. La verdad que a mí me parece más bien un taller al aire libre donde durante su turno todos fingen que el humo y el ruido son sinónimo de progreso.

Pasamos la noche en la Posada de los Herreros, donde el querido posadero Arnaldo nos alquiló un piso entero por siete monedas de oro después de bastante regateo. Con Adler nos encargamos de hablar, y el tipo se ablandó lo suficiente para darnos no solo las habitaciones, sino también un contacto para el día siguiente: un tal Hugo, el capataz del taller. El lugar no tiene mucha personalidad, por suerte, porque la poca personalidad que tiene se la otorga el ruido de martillazos que viene de afuera. Todos aprovechamos para limpiarnos y acomodarnos, yo particularmente aproveché para contar monedas. Tenía bastante cansancio acumulado y la noche olía a sopa pobre y carbón húmedo.

A la mañana siguiente fuimos al taller. Hugo resultó ser un tipo flaco y fibroso, con la piel bronceada por el calor del metal fundido y mirada de perro cansado. Nos habló de Valverde del Río y de la batalla perdida contra los del norte. Según él, los mercenarios del sur volvieron derrotados y sin paga. Delerion, creo, se inventó una historia sobre que veníamos de esa guerra, que algunos de nosotros habíamos quedado “confundidos” para introducir a los zombies que tiene como ayudantes. No sé cómo, pero lo convenció. Hugo terminó creyendo o haciendo de cuenta que nos creía que éramos unos veteranos trastornados y prometió ayudarnos cuando amaneciera. A veces la verdad no es una carta necesaria cuando uno tiene la lengua afilada y aspecto intimidante.

Fuimos hasta el taller y una araña invocada por el mago encontró un depósito oculto con piedras azules que brillaban como las del templo. No me gusta mucho cuando las historias se repiten y menos cuando hay gemas malditas de por medio. Parece que todo tiene que ver con todo.

Arnaldo también nos habló del barrio de los nobles, un lugar cerrado al que solo se puede entrar con permiso o con suerte. Dicen que nuestro contacto, Petro, podría ayudarnos a pasar, pero por ahora solo tenemos rumores. Parece que el gremio de los herreros se reúne en su casa al oeste, donde organizan una especie de comedor comunitario en planta baja mientras los gremialistas "arreglan la ciudad" tomando café en la planta alta. Al este, la Plaza Seca reúne a unos mercenarios que, a juzgar por el olor, parece que no tienen ni gremio ni dios.

El Cuenco de Carbón

En la parte este del barrio ya nadie parece forjar nada, solo toman, se pelean y relatan batallas que no ganaron. En la Plaza Seca evidentemente se junta lo peor del distrito y lo que sobró de los ejércitos. El aire acá huele a alquitrán, a cerveza tibia y a trapo viejo. Los locales toman algo que le dicen “fuego negro”, un brebaje espeso que parece que los limpia por dentro y aunque los corroe por fuera, los anestesia de la realidad miserable en la que viven. Obviamente quise probarlo, ya que tal vez me estaba perdiendo de una experiencia maravillosa celosamente guardada por proletarios y criminales, aunque realmente lo dudaba. Noté que el tiefling no bebía realmente, aceptaba la jarra por compromiso para no negar la bebida de sus compañeros.

Entre el ruido de los mercenarios apareció el querido Borgar Tempestus, el semiorco que nos sigue a todos lados. Traía a un mediano inconsciente colgando del hombro, como si fuera una bolsa de harina. Lo tiró al suelo frente al tiefling. La escena duró poco, pero dejó toda Plaza Seca en silencio. Cuando todos discutían qué hacer con el mediano, aproveché para revisar qué traía consigo (dicen que los dioses no bendicen a los que pierden la conciencia en público).

Después del incidente, decidimos movernos al Cuenco de Carbón, una taberna con olor a grasa de fritanga pegada en la madera. Es el tipo de lugar donde los mercenarios van a vender servicios o a perder el tiempo. El posadero Arnaldo tenía razón, el gremio de los herreros domina prácticamente todo. Varka negoció algo con el encargado del lugar, Adler creo que hizo algo con un vaso de agua y Delerion habló con alguien. Yo me quedé en un rincón, observando y tratando de pasar desapercibido.

El ambiente estaba movido y tenso. Dicen que los nobles planean mover tropas hacia el norte, y que van a empezar con los reclutamientos. A los herreros les viene bien una guerra cada tanto, ya que la guardia local no demanda tantas armas. Otro detalle inquietante es que los mendigos ya no se ven. Algunos dicen que los llevaron para trabajar en los hornos, otros dicen que los usaron como combustible, y otros insisten en que simplemente huyeron para que no los agarre la conscripción. Parece que lo más afilado en el barrio es el miedo (y el olor a mugre).

Vi a un bardo que afinaba el laúd en una esquina. Lo interesante era que no tocaba ni una nota, solo miraba y afinaba el instrumento. Dicen que los músicos buenos saben cuándo callar. 

Varka servía cerveza cerca del fuego, y fue entonces cuando apareció el famoso pichón: un noble con más anillos y energía que experiencia. Quiso impresionarnos hablando de invisibilidad y de no sé qué grandes planes tenía para un futuro brillante. Delerion empezó a explicarle cómo todos podríamos desaparecer, siempre que estuviera dispuesto a pagar por incontables clases de magia y lanzamiento de conjuros. Algo resonó dentro mío cuando pronunciaron varias veces la palabra "invisible", así que salí de las sombras y le tomé la mano al joven noble, sin mirarlo. No era momento de mostrar o vender lo que el joven pichón no debía, mis días de estudiante (fallido, pero estudiante al fin) me enseñaron que era momento de enfocar el entusiasmo. En ese momento el noble sintió mi fría pero sabia mano de reptil y sonrió nerviosamente. Yo con este gesto esperaba que entendiera que, para aprender ciertas habilidades, primero hay que reconocer las propias carencias y las opciones disponibles para no morir en el intento. Si no entendió el mensaje, al menos me divertí haciéndolo sentir incómodo unos segundos.

El resto de la noche fue una sucesión de nombres y rumores: cartas del capitán Haytor Menta que iba a volver a Puente Alto, esta tal Elisa Belmonte que estaba comprometida con el lord que juega con los muertos, el gremio que se prepara para la guerra y un largo etcétera. Mientras tanto, sigo anotando.

Fuego en el Cuenco de Carbón

Si hay algo que aprendí en mis viajes es que el silencio no suele presagiar algo bueno. Y menos aún cuando aparece alguien demasiado tranquilo para el lugar. Petro (o el que todos creían que era Petro) entró a la taberna del Cuenco de Carbón con la seguridad de alguien que ya sabe que va a arruinarle la noche al resto. Agarró al pobre pichón del cuello y amenazó con romperlo como si fuera una alcancía. En un intento de ganar tiempo, Varka hizo un papel bastante convincente de moza asustada. Delerion desapareció heroicamente. Y yo me dediqué a observar a dónde quedaban las salidas.

El primer héroe en romper el fino equilibrio que nos mantenía con vida fue un guardia que decidió disparar una ballesta. Le dio a Petro sin matar al rehén, lo que en este tipo de lugares equivale a una especie de “éxito parcial con consecuencias indeseadas”. Después el bardo, ese que llevaba toda la noche afinando su instrumento sin tocar una nota. Resultó que estaba esperando su momento de gloria: una melodía de tres acordes que hizo crecer a un tipo del tamaño de una carreta. Hasta ahí, nada fuera de lo habitual.

El resto fue una coreografía de malas decisiones y hechizos aleatorios. Adler rezaba, Varka nos cubrió de escarcha, Delerion estaba invisible (una sana costumbre aunque poco solidaria), y yo decidí poner mi fe en la ley de la gravedad: disparé, como pude, al soporte de la araña del techo. Cayó justo a tiempo para asustar a todos y matar a nadie, que ya es bastante logro para una situación así de movida. Entonces el mago enemigo (porque siempre hay un mago enemigo) decidió cubrir todo con oscuridad. Ahí fue cuando el amigo Delerion, con su impecable sentido de la retribución, respondió incendiando el techo (de ahí la "coreografía de malas decisiones e invocaciones aleatorias").

El fuego creció rápido. La grasa de la cocina y el hollín pegado en la madera vieja constituyen un potente combustible. El mago enemigo lanzó una bola de fuego, y el Cuenco de Carbón hizo honor a su nombre. El aire se volvió más espeso, ahora lleno de ceniza y olor a tierra y trapo quemado. En un ataque de lucidez o por pura suerte, Varka amenazó con invocar algo peor que el fuego. El mago enemigo, creo que era Heladio De Menta (pariente de Haytor Menta), que evidentemente tenía más instinto de supervivencia que varios de nosotros, levantó las manos, pronunció unas palabras y huyó con los suyos. El pichón también desapareció con ellos.

Cuando entraron los guardias ya solamente podían apagar cenizas y nosotros necesitábamos parecer inocentes. Ayudamos a apagar las llamas y me llevé algunas pertenencias de valor del noble que estaba en el piso, creo que era el tío del pichón. En el frenesí de extinción flamígera, alguien cruzó unas palabras con Adler y los guardias lo capturaron (no a Adler sino al otro). No sé si vamos a poder volver a la taberna. Ojalá que sí, que vean que el incendio les sirvió para hacer limpieza y así nos agradecen la contribución.

Unos minutos más tarde, en la Plaza Seca estaba de vuelta el tiefling Zephyr. No se lo veía muy preocupado por el fuego, sino que estaba bastante enojado porque le habían frustrado un potencial negocio. "Justo" se iba a poner a trabajar si no fuera que un grupo de inadaptados incendió la taberna. Como sea, nos dijo que podía ayudarnos a falsificar documentos para darnos acceso a la ciudad alta y que, como alternativa, podíamos usar un pasadizo que usan los contrabandistas. Sonaba demasiado simple, lo cual en este mundo significa que es peligroso, como cuando ofrecen una salida subterránea después de quemar un bar, pero dadas las circunstancias, no es momento de ponerse muy exigente.

Golpe de cristales

La mañana siguiente (o la otra, ya no recuerdo cuánto dormí) se escuchaba agitada. El mercado afuera estaba entre movido y tenso. Por la ventana se veían más guardias de lo normal y gente medio extravagante. Tenían cara de recién llegados, pero no parecían turistas. Después de desayunar un pan gomoso con olor a guardado, queso duro y unas infusiones que tenía el amigo Arnaldo “Trapito” Posadero, intercambié algunas palabras con el pesado de Borgar Tempestus (la verdad, más por costumbre que por interés). Creo que Varka se entretenía conversando con un mercenario adornado y el mago le leía la mente. Seguramente fue una experiencia desagradable, porque  por un rato lo noté medio desconectado.

Después visitamos la forja: estaban los cristales esos para armar el famoso constructo. Obviamente no había un plan claro, pero supongo que los planes demasiado claros no suelen sobrevivir al primer contratiempo, así que no era un mal plan.

Tuve que crear una distracción entre los armeros (algo sobre el filo de las hojas, el proceso de templado y los precios). El mago aprovechó el ruido para pasar por una puerta lateral y desapareció. Varka se tiró al suelo fingiendo un desmayo muy convincente (salvo que haya sido real, nunca supe). La gente corrió a asistirla, y eso me dio pie para ir hacia los cristales que estaban en el depósito. Fui sin hacer ruido y cargué algunos de los cristales más accesibles. En un momento apareció alguien y me dejó encerrado, así que tuve que destrabar la puerta. Salí victorioso al exterior, donde estaban los otros alrededor de la bruja.

Todo parecía manejable hasta que una curandera apareció. En ese momento vi cómo Delerion reforzó el teatro con un toque de enfermedad o algo así. Me limité a mirar, porque nunca sospeché del pensamiento utilitarista del mago. Por suerte, el clérigo amigo pudo resolver el asunto cuando volvimos a la posada de Arnaldo. Parece que nadie sospechó nada.

Esa noche, de regreso en la posada, un tipo medio rústico se acercó a Varka. Parecía simplemente interesado en explorar su suelo pélvico, pero como buen simplón salido de la nada habló sobre (y hasta prometió) un paso libre a un tugurio donde el gremio se junta a hacer proselitismo político en la planta baja y a tomar café en la planta alta.

Terminamos el día con unos cristales que no sé si van a servir de algo cuando nos hagan falta, y con una invitación a un lugar sucio lleno de sindicalistas y pobres.

Fallo crítico

Al mercenario desconocido no le cree nadie, pero igual lo acompañamos a la famosa tertulia. Llegamos a un sitio llamado El Tridente, otra taberna que huele a sopa vieja, madera húmeda y sindicalistas. Ahí conocimos a Tomy Tres Dientes, un tipo que podría alimentarte o quebrarte los dedos, siempre con la sonrisa que explica su apodo.

Entre servir platos a mendigos y escuchar rumores, el gordo Tomás nos ofreció un trabajo. De esos que empiezan con una sonrisa y terminan con alguien sin dientes. Según dijo, un sargento de la guardia le había incautado un paquete “muy importante” y quería que lo recuperáramos. A cambio, prometía abrirnos camino a la Ciudad Alta.

En un momento apareció un mago de esos que no hace falta verlos lanzar hechizos para reconocerlos. Recordé que en la planta alta de aquel lugar donde están los comedores comunitarios también se juntan los sindicalistas, así que lo seguí por curiosidad. Encontré un pequeño grupo que me miró como si hubiese abierto una puerta trampa que no tenía que existir. Entendí la idea y me retiré antes de que alguien recordara portar un arma.

Ya de noche, mientras íbamos hacia la zona oeste, un académico emocionado por ver un kobold me habló de ruinas y túneles. Luego cruzamos a Borgar, que parecía apurado, como si ocultara algo o simplemente quisiera desaparecer de la escena.

Volviendo a la dichosa caja: Tomy Tres Dientes dijo que la guardia se la confiscó porque era “muy importante”. No especificó para quién, lo cual siempre me da desconfianza. A veces “importante” es solo una forma elegante de decir “si la tocás te mata”. Pero si la caja podía mandarnos a la Ciudad Alta, entonces valía la pena intentar recuperarla.

A veces tengo ideas que no sé si vienen de mi limitado instinto de supervivencia o de un golpe fuerte en la cabeza. Pero esto me parecía lógico: si algo está custodiado por guardias, debe haber algo valioso o peligroso adentro. En ambos casos, es mejor tenerlo uno.

Cuando encontramos la casa del sargento, me quedé observando por las ventanas un buen rato. Nada especial: puerta, ventanas, un guardia en la puerta. Estaba bien acompañado por dos mujeres; a una la reconocí como la asistente de Emilio Herbolario de Valverde.

Mientras los demás discutían el plan con demasiada precisión —la réplica del paquete, esperar a que se duerma, mandar la araña por la chimenea— yo pensaba otra cosa: la caja era importante para Tomás Sonrisas, y si él podía mandarnos a la Ciudad Alta, entonces era importante para nosotros. Esa lógica me bastó. Había que entrar y sacar la caja.

Entré porque era obvio que nadie más lo iba a hacer. Cuando uno quiere las cosas hechas, las hace uno mismo. Dios le sonríe a los valientes. The world is for those who do. Todo eso, más el detalle de que estaba oscuro, y en lo oscuro me siento más cómodo.

Entré con un sigilo ejemplar, casi ceremonial. A veces hasta me sorprende a mí lo bien que me muevo cuando no estoy pensando. Llegué hasta la habitación sin que nadie me notara. El problema fue pensar demasiado al salir. En cuanto imaginé lo que podía salir mal, lo que salió mal eligió ese instante para materializarse: la puerta de entrada se abre, entra viento, botellas que ruedan, y yo parado contra una pared en medio de una escena íntima sosteniendo una caja ajena. Todo muy elegante.

Lo que siguió fueron reflejos, improvisación, sensación de abandono y una cadena de eventos que probablemente parecieron premeditados desde afuera, pero que desde adentro se sintieron como tropezar hacia adelante sin poder recuperar el equilibrio. El sargento terminó muerto, una de las mujeres también, y la otra —la que conocía— salió corriendo. Después la alcancé y le di oro para que se fuera de la ciudad cuanto antes.

Prendí fuego la casa del sargento porque me pareció lo más lógico después de tantos eventos desafortunados. Esa casa ya me había dado suficientes problemas. Necesitaba sentir que tenía control sobre algo y tal vez desapareciendo el lugar podía mágicamente deshacer los eventos o causar algún tipo de amnesia selectiva. Además, el olor a aceite quemado me resulta familiar, en las cuevas de mi pueblo de origen se usaba aceite y grasa para casi todo, sobre todo para iluminar lugares, impermeabilizar o encerar madera.

Después de huir, aún invisible y con la caja, me sentí extrañamente orgulloso. No del resultado, sino de la iniciativa. En una de esas Dios sonríe a los valientes con cierto delay y podía tener ahora algún tipo de crédito divino en cuenta. Le di la caja a Varka, me la devolvió como si se tratara de una papa caliente, y terminé llevando la dichosa caja a la posada.

Abrimos la caja y adentro había un cristal élfico. De esos con luz azul que siempre parece tener la magia élfica. Intenté llevárselo a Tomy para completar el encargo, pero El Tridente no estaba en El Tridente. Eso también me pareció lógico, dadas las circunstancias. Últimamente cuando uno espera respuestas o apoyo, suele encontrar ausencia. Nada nuevo.

Siembra de pistas

No recuerdo haberme acostado en la cama del amigo Adler, que cada vez parece más un paladín, pero supongo que en algún punto de la noche me pareció una buena idea dormir todo mugriento. También puede ser que me tiraran ahí para que no anduviera dando asco.

No se habló mucho del incendio: lo hecho ya estaba hecho y no íbamos a solucionar nada especulando. Los superamigos decidieron abrir la caja; con un poco de suerte no era una bomba. Resultó ser una especie de pistola que afortunadamente no explotaba en la mano del portador. Ya en este punto me esperaba cualquier cosa. Delerion la examinó y descubrió que también funcionaba con cristales lucientes. Dijo que valía tanto como un castillo, algo así. Eso me hizo pensar que tal vez no era muy inteligente dormir con eso en el bolsillo.

En algún momento recordamos que Tomy Tres Dientes nos aclaró que si fallábamos nos iban a buscar a él. No era un pensamiento grato, pero tampoco sorprendente. Mi mayor interés era limpiar el nombre del buen señor y el nuestro. No por cortesía: era simple autopreservación. Tener a los gremios y a la guardia atrás nuestro no entra en la categoría de “cosas que uno quisiera vivir”.

La ciudad estaba rara. Había demasiados guardias, como si el intendente hubiera decidido resolver el desempleo en una madrugada. Demasiada gente mirando el piso, ningún mendigo a la vista, y la entrada principal bloqueada como si esperaran una invasión zombi.

El búho de Delerion salió a investigar unos minutos. Yo también fui hacia la infame zona oeste. El chisme era que estaban interrogando al guardaespaldas del sargento, Ragnar. Y alguien mencionó “un grupo de aventureros” como posibles responsables. Técnicamente no es incorrecto, pero me habría gustado que fueran más específicos y señalasen a otro grupo de aventureros.

El debate del día fue sobre cómo ocultar el desastre. Con Varka y Delerion propusimos zombis disfrazados, ilusiones, fantasmas a caballo y rumores. Adler, por supuesto, sugirió culpar a la joven prostituta que escapó y dejar que el tiempo “lo solucione”. Un abordaje muy práctico.

Los rumores se esparcieron como esporas:

  • Que el sargento fue asesinado por un miembro de la guardia por celos: Varka reforzó eso mientras trabajaba en un taller de costura. No era el rumor más creíble, pero tampoco el peor.
    • Que el sargento tenía deudas y fingió su muerte para salvarse de sus acreedores: Ese lo planté yo mientras hablaba con un comerciante de artefactos mágicos.
      • Que tenía problemas familiares y decidió quitarse la vida con ayuda de dos prostitutas. Creo que Varka le está tomando el gusto a inventar tragedias ajenas.

        Más tarde fui a seguir la pista de Tomy y los mercenarios hacia el Este y volví a El Tridente. Esta vez el lugar estaba rodeado de gente hablando sobre su desaparición. En los alrededores vi huellas de botas pesadas que iban hacia la zona este, pero no pude sacar nada más. Probablemente del pesado —en todo sentido— de Borgar Tempestus.

        En un momento encontré a un tipo con sombrero y me acerqué a hablarle. Me mostró una esfera que se transformaba en un disco vibrante y dijo que sabía “hacer cantar el metal”. Mencionó mi origen kobold y cosas antiguas. Antes de irse me dijo que había visto a Borgar, Zephyr y Arturo moviéndose hacia el este la noche anterior. No sé qué significa, pero confirma que los tres andan por esa zona.

        Me pareció razonable esperar al búho y seguir sembrando rumores para desviar la atención. Aunque era más simple cuando un gremialista mafioso nos decía “robá eso” o “prendé fuego aquello”.

        Lo bueno es que el día terminó sin incendios. Eso ya fue un logro.

        Destrabando el portón de Borgar Tempestus

        Toda esta parte fue bastante rápida, así que no la recuerdo muy bien.

        Caminamos hacia el este, buscando sin buscar alguna pista que nos iluminara sobre el paradero de los mercenarios Borgar Tempestus, el Zephyr y el otro grandote; creo que se llamaba Arturo ("zapato duro" es la mnemotecnia). En eso, Borgar nos encontró a nosotros y nos invitó a una casucha de la zona. Ahí estaban los demás. Entramos todos apretados y cruzamos algunas palabras. Yo estaba viendo los muebles y la arquitectura, porque últimamente me llama la atención la forma de construir edificios que tienen los humanos. Los kobolds solemos tener un approach más práctico respecto a la vivienda: usamos cuevas naturales o las modificamos según la necesidad, pero no tenemos ventanas, por ejemplo, y la gente sí.

        Como sea, decidimos ayudar a esta gente con un problema logístico que tenían. Necesitaban destrabar un portón de los de la muralla que rodea al distrito. Como la muralla está vigilada, necesitábamos hacerlo silenciosamente. Fuimos al lugar indicado e improvisamos varias distracciones para desconcentrar a la guardia local de ese sector en particular. El mago, en un momento, se teletransportó y logró aplicar grasa al portón, que parecía trabado desde hacía varias décadas. Yo tomé la iniciativa de hacerme invisible y revisar el portón. La cerradura no parecía particularmente compleja, pero la puerta lucía trabada con tierra y mugre acumulada del lado de abajo, contra el piso.

        Creo que la bruja empezó a decirle a todos que escuchaba a un niño o que había perdido el suyo. Finalmente, logré destrabar la puerta como para que la empujen fuerte y abra. Tal vez necesiten despejar un poco la base, pero eso ya es tarea de otro; yo cumplí con mi parte.

        Como necesitaba despejar dudas sobre si estaban buscando a un kobold por el incidente de la vez anterior, ya de vuelta visible le pregunté a unos guardias si no habían escuchado a un niño. Me vieron tres o cuatro guardias, pero ninguno hizo comentarios. Tampoco me han venido a buscar, así que intuyo que no hay rumores, o si los hay, no existe una orden de detención o alguna notificación para ir a tribunales. El día terminó impecablemente, con la tarea hecha y las dudas despejadas.

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